Estos son mis monstruos. Algunas veces vienen a visitarme, dicen que sólo serán unos minutos, quizás horas, pero mienten una y otra vez. Se sientan en el sofá e incluso apoyan sus pies sobre la mesa, toman el té con delicadeza y lo sorben sin hacer ruido. Los días con los monstruos suelen transcurrir como cualquier día normal, me acompañan en el metro y a hacer la compra, me observan fijamente mientras me peino o bostezo y me ayudan a ponerme el abrigo cuando salgo a pasear.
El problema empieza a la caída de la tarde, cuando el sol desaparece lento. Mis monstruos, que no dejan de ser monstruos, se vuelven feos y feroces, sus dientes se afilan y sus pupilas se dilatan como si fueran a comerme. Crecen sus uñas y se vuelven largas y amenazantes, y sus bocas grandes cambian el silencio sepulcral por unos gruñidos y gemidos que hacen temblar las paredes.
y yo ya soy demasiado mayor para esconderme debajo de la cama.